“Venid conmigo sus amigos fieles,/ seguidme todos los del pueblo íbero/ a colgar en su túmulo laureles,/ a llorar en su tumba al Chiclanero” (Antonio Guzmán)


Un torero redondo, como su apellido. Así se consideraba José Redondo Domínguez “El Chiclanero” (1818­-1853), cuyo nombre de guerra lo decía todo. Nacido en Chiclana de la Frontera, fue pupilo del gran Francisco Montes Reina “Paquiro”, a quien llegó a espetar: “soy más valiente que tú y mejor torero, sobre todo con la espada”. Desde luego, “El Chiclanero”, no se andaba con chiquitas. Se ha escrito largo y tendido sobre él, como muestra la recopilación de extractos de textos publicados en el blog de La Fiesta prohibida. Se dice que una vez, en Sevilla, declaró que ese día no toreaba porque el lote de toros no tenía ni cinco años (“y yo soy un matador de toros, no un novillero”, afirmó). El madrileño Francisco Arjona Herrera “Cúchares” (1818-­1868) ­diestro de su quinta­, fue su rival más conocido. Pero, ¿quién era José Redondo Domínguez, además de un torero famoso y reconocido, osado y vanidoso?

Fue el artista en ciernes que deslumbró al mismísimo “Paquiro”, quien lo vio venir y le ofreció sitio en su cuadrilla. Fue un hijo del campo (lo que de alguna manera retrasó su despegue; el padre, José, no quería que se dedicara a los toros). Hacia 1838, “Paquiro” se había convertido en una superestrella del toreo: era el ídolo de los mozalbetes que andaban en las faenas del campo chiclanero. Ahí estaba Redondo. Fue en una novillada celebrada aquel año en Chiclana ­y -presidida por Montes-­ donde aquel joven campesino, de apenas 17 años, mostró sus dotes. La leyenda le hizo subir al palco por su actuación, y lo acogió como protegido. El chico prometía.

La alternativa la tomó en Bilbao, en 1842. Su confirmación tuvo lugar en Madrid. Pronto se emancipó de su maestro “Paquiro” (en 1844, aunque en otras fuentes se dice que ya en 1843 se había separado de Montes, puesto que era demandado por los apoderados). En el libro que cuenta la historia de la Escuela de Tauromaquia de Sevilla ­-en funcionamiento desde 1830 a 1834-­, Pascual Millán le describe precisamente como “el niño mimado de Montes”. Quizá por eso las crónicas terminaron señalando que se trataba de un torero especialmente fresco. Eso sí, a pesar de su fama de lenguaraz, en faena se mostraba austero y clásico. Frío, pero seguro.

Talento y carácter

Domingo Faustino Sarmiento -­presidente de Argentina entre 1868 y 1874-­, habló del torero en su libro “Viajes por Europa, África y América 1945-­1948”. Lo hizo en estos términos: “El Chiclanero es otra gran reputación nueva, por la destreza extraordinaria y la audacia de su espada. Todo su empeño es dejar muerto instantáneamente al toro, para lo que apunta siempre a cierto punto que no tiene más diámetro que el de un peso fuerte y donde el cerebro está mal resguardado”.

El hispanista francés Bartolomé Bennassar también ha escrito sobre él: “[…] dominaba todas las suertes de la lidia, realizando con el capote quites de antología”. El propio Redondo se autoproclamó como el mejor torero de su época, y pese a que su nivel era altísimo, tanta chulería le causó más de un desencuentro con los aficionados. Su talento era directamente proporcional a su orgullo y altanería.

Por su parte, José Sánchez de Neira le recordaba así en 1879: “[…] si alguna vez se han visto reunidos en un torero la inteligencia en el arte con el complemento de una buena figura y una extremada gracia, ha sido en el incomparable matador de toros [“El Chiclanero”]”Cossío considera que Redondo fue un torero muy “completo” -­de los pocos, asegura, dentro de la historia de la tauromaquia-­, continuador de una tradición, la chiclanera, que si por algo destacaba era por su eclecticismo y refinamiento. “En el volapié fue José Redondo único e innovador. Le dio un realce sorprendente por el movimiento airoso que imprimía a los hombros al armarse para la muerte, al mismo tiempo que arrastraba el pie izquierdo”, escribió el académico.

“El Chiclanero” vs “Cúchares”

Si Redondo Domínguez se caracterizaba por ser extremadamente jactancioso, en el caso de Curro “Cúchares”, la guasa era su seña de identidad. Socarrón y listo, tenía una divertida máxima (“de todas las suertes del toreo, la más importante es que no le coja el toro a uno”). La rivalidad entre los dos matadores fue tremenda, puesto que además eran capaces de desplegar sus caracteres en la plaza. Mientras que “El Chiclanero” era diestro ­-nunca mejor dicho­-, y derrochaba seguridad en sí mismo, “Cúchares” era un profesional habilidoso y dechado de gracia. El diestro sureño se impuso casi siempre: estando ya enfermo en 1852 se enfrentó, una vez más, a su gran competidor. Y volvió a vencer.

La competencia entre ambos finalizó con la repentina muerte del torero de Chiclana; una tuberculosis, que arrastraba desde hacía varios meses, se lo llevó a la edad de 35 años en Madrid. A partir de ahí, el declive de “Cúchares” fue notorio, puesto que la ausencia de “El Chiclanero” restaba interés a sus actuaciones, que tenían además “muchos detractores”, cuenta José Reyes Carmona en el volumen primero de su “Historia del Toreo en Algeciras” (2009).

Muerte del torero

Morir en la plaza es la posibilidad más cierta. Sin embargo, dada la época, José Redondo Domínguez “El Chiclanero” sufrió los rigores de una salud endeble. Su final no fue en realidad menos dramático que el de otros compañeros. Al menos, a tenor de cómo la describe Fernando Claramunt en “Historia del Arte del Toreo” (2003): “la brillante carrera de Joselito Redondo […] acaba de una manera romántica en tarde de corrida, cuando ve a los picadores por la calle camino de la plaza, estando su nombre anunciado en los carteles. La envidia y la pena le devoran en los adentros de su tremendo amor propio. En la pensión de la calle de las Huertas se tumba en la cama boca abajo; un silencioso vómito de sangre termina con su vida poco antes de la salida de las cuadrillas. Era la inauguración de la temporada en Madrid, el 28 de marzo de 1853”. 

No se equivocó “Paquiro” cuando le descubrió, en la década de los años treinta del siglo XVIII. Las palabras del maestro fueron premonitorias: “en ti hay tela para mucho, y si te aplicas llegarás adonde rayan pocos”. “El Chiclanero” se aplicó, llegó y triunfó. Pero lo suyo fue un auténtico sprint: un esfuerzo titánico y sobrehumano que, espoleado por su orgullo, lo llevó precipitadamente a la tumba.