“Señora: Vender la masa de bienes que han venido a ser propiedad de la nación, no es tan sólo cumplir una promesa solemne y dar una garantía positiva a la deuda nacional por medio de una amortización exactamente igual al producto de las rentas, es abrir una fuente abundantísima de felicidad pública; vivificar una riqueza muerta; desobstruir los canales de la industria y de la circulación; apegar al país por amor natural y vehemente a todo lo propio; ensanchar la patria, crear nuevos y fuertes vínculos que liguen a ellas; es, en fin, identificar con el trono excelso de Isabel II, símbolo de orden y de libertad.
No es, Señora, una fría especulación mercantil, ni una mera operación de crédito, por más que ésta sea la palanca que mueve y equilibra en nuestros días las naciones de Europa. Es un elemento de animación de vida y de ventura para España. Es, si puedo explicarme así, el complemento de su resurrección política” (Real decreto de 19 de febrero de 1836 en Gaceta de Madrid)
El siglo XIX fue una sucesión tras otra de episodios: guerras, pronunciamientos, sublevaciones, cambios de modelo de Estado, períodos liberales, contrarrevolucionarios, invasiones… Ni Cádiz ni por supuesto Chiclana quedaron a salvo de tanta convulsión. Fue el siglo de la desamortización en Chiclana y en todo el país. Obra de Mendizábal (1790-1853) -nacido Juan de Dios Álvarez y Méndez-, aquella reforma estatal poseía un extraordinario valor simbólico: suponía un despojamiento de poder sin precedentes con respecto a un estamento de vital importancia como era el eclesial, además de una manera de poner en el mercado los llamados bienes de “manos muertas” acumulados por la Iglesia católica y las distintas órdenes religiosas. Después de la ocupación francesa, Chiclana empezó a recuperar pulso. Se reanudaron las obras de la iglesia de San Juan Bautista -la catedral chiclanera-, paralizadas durante la guerra (el templo había servido de caballeriza para los soldados franceses). Corría el otoño de 1813. Dos años después finalizaron aquellas obras, con una salvedad: las dos torres que nunca llegaron a construirse. Comenzó la serie de pronunciamientos militares: en apenas un lustro, entre 1814 y 1819, tuvieron lugar cuatro de ellos.
Fernando VII había abolido la Constitución de 1812. Sus maneras absolutistas suscitaron más reacciones, como la del coronel Riego en 1820. El militar y político liberal español recorrió, lanzando vivas a la Constitución, las calles de nuestra villa un 26 de enero de ese año. Estamos ya en tiempos del Trienio Liberal (1820-1823), en el que se restableció el mandato constitucional de Cádiz. Se produjo entonces un período de inestabilidad -con facciones enfrentadas, liberales moderados y exaltados, cuya división era atizada por el propio monarca- que terminó con la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis en abril de 1823; la operación, patrocinada por la Santa Alianza -Prusia, Austria, Rusia y Austria- tenía como fin acabar con el Gobierno liberal español. “Las aguas de La Barrosa y Sancti Petri serán testigos, por segunda vez en el siglo, de una batalla […] Cádiz fue sitiada otra vez por tropas francesas” (José Luis Aragón Panés, “Breve historia de Chiclana”).
En agosto de aquel año, Luis Antonio de Borbón (duque de Angulema) tomó la capital gaditana, liberando así a Fernando VII, que llegó a decir: “mi augusto y amado primo el duque de Angulema al frente de un ejército valiente, vencedor en todos mis dominios, me ha sacado de la esclavitud en que gemía, restituyendo a mis amados vasallos, fieles y constantes”. Arrancaba así un período conocido como la Década Ominosa (1823-1833), donde imperó el absolutismo, el marasmo español. No pocos viajeros nos visitaron en este tramo histórico: la paz europea suponía una apertura de fronteras que propiciaba un tránsito aventurero sin los riesgos de la guerra. Una de las ventajas que poseía Chiclana era su cercanía al continente negro, de ahí que fuese parada obligada antes de atravesar el Estrecho. El orientalismo decimonónico -tratando de esquivar el imparable modernismo- iba a la búsqueda y captura de lo auténtico.
Testimonios de aquellos años -como el del británico Charles R. Scott-, tenían también en consideración nuestra villa como escenario para la historia. Así describió, por ejemplo, la playa de La Barrosa: “allí […] se ven ahora solamente una garita y una vieja torre sobre un mediano cerro por el que, a pesar de su insignificancia, se luchó el famoso día 5 de marzo de 1811 […]. Las paredes de la casa vigía aún conservan huellas de la mortal refriega, y se ven esparcidos por sus alrededores los blancos huesos de los caballos que allí cayeron”. Otro especialista en libros de viajes (el escocés Henry David Inglis, en este caso), mentó nuestra ciudad como lugar de paso donde descansar: “[…] encontramos un alojamiento tolerable para esta parte de España, algunos huevos frescos y un camastro”.
El regreso de Mendizábal
En octubre de 1833 se produjeron dos acontecimientos importantes. Por un lado murió Fernando VII, de modo que el fin del absolutismo y del Antiguo Régimen estaba un poco más cerca. Por otro, el entonces jovenzuelo Antonio García Gutiérrez echó a andar hacia Madrid con el objetivo de alcanzar su sueño: ser un gran escritor. Es entonces cuando el igualmente chiclanero Juan de Dios Álvarez y Méndez -conocido como Mendizábal y exiliado en Londres por sus ideas liberales- regresó a su país para ser ministro. La Reina Gobernadora, María Cristina, regentaba la nación. Proveedor del ejército nacional, pieza clave en la política portuguesa (y europea) de su tiempo, político y hombre de acción y de negocios… Su capacidad de trabajo, energía y confianza en sí mismo le convertirían en uno de los personajes más importantes de la historia del siglo XIX. Mendizábal -de quien siempre se dijo que se había deshecho del apellido materno por su origen judeoconverso- fue ministro de Hacienda en cuatro ocasiones, de 1835 a 1843. Aunque en realidad su declive como figura política comenzó en 1837, con la llegada del general Espartero.
Mendizábal presidía el Consejo de Ministros cuando lanzó los decretos de desamortización sobre los bienes improductivos de la Iglesia (llegaría a decretar la supresión de los conventos y monasterios el 8 de marzo de 1836); su idea era dinamizar la economía agrícola, conseguir recursos para financiar el Estado y aliviar la deuda pública en un plazo razonable. Si bien la desamortización eclesiástica, en realidad, respondía a un plan que desde los tiempos de Godoy se estaba intentando aplicar, aunque fuese en parte. Uno de los problemas surgidos con la polémica reforma del político chiclanero fue el hecho de que finalmente la oligarquía terrateniente acaparó la mayor parte de las propiedades eclesiales; los pequeños propietarios no tuvieron opciones. El Antiguo Régimen -representado por el clero y la nobleza- daba paso al Nuevo Régimen: con la burguesía agraria a la cabeza, en el caso de la villa chiclanera.
La desamortización se decretó el mismo año en que la villa de Chiclana tuvo su primer Ayuntamiento constitucional. Había un empeño por mejorar la vida de la ciudad. Aragón Panés escribe: “[…] mejorarían los caminos de acceso, tanto terrestres -caminos de rueda y herradura que conducían a los pueblos vecinos- como los fluviales”. Los más humildes reivindicaron una cierta instrucción pública, así como mejoras fiscales; no fueron transformaciones radicales pero sí que se produjeron pequeños avances. Para colmo de bienes, 1836 fue el año en que Antonio García Gutiérrez conoció la consagración como autor teatral con “El Trovador”. Lástima que, por otro lado, las reformas de Mendizábal no fuesen todo lo progresistas que cabía esperar: la llamada “rendición de quintas” libraba a los hijos de las clases altas del servicio militar (y condenaba a los hijos de los pobres a guerrear). Era un atentado contra los derechos individuales, y una piedrecita en el camino hacia la lucha por la igualdad.
Dos conventos de Chiclana se vieron afectados por las medidas: el de Jesús Nazareno de las Madres Agustinas Recoletas y el de San Telmo, de los Padres Agustinos. Hay constancia, según Aragón Panés, de que en julio de 1836 se produjo una reunión en el locutorio con la comunidad religiosa para realizar el inventario general de las fincas rústicas y urbanas, amén de otros bienes (lienzos, tallas, orfebrería litúrgica, libros y archivos). El proceso era lento, en la práctica: “[…] tenían que incautarse de los bienes de las Órdenes religiosas, posteriormente también los del clero secular. Había que hacer un inventario de sus posesiones, tasar y ordenar las subastas. De forma que la incautación comenzó cuando Mendizábal había caído del poder” (Francisco Martí Gilabert, “La desamortización española”, 2003).
España era un problema permanente en el siglo XIX. Sin embargo, el progreso se abría paso, aunque fuese a trompicones: en 1849 se edita en Chiclana El Lirio, primer periódico impreso de la villa, con apenas cuatro páginas. Siete años después abre una nueva oficina de Correos en el pueblo, donde se incorpora el telégrafo. El ferrocarril sería solicitado por el Cabildo al Gobierno del Bienio Progresista (1854-1856), y de hecho se aceptó un proyecto que finalmente quedó en suspenso; la Ley de Ferrocarriles, aprobada en 1855, tenía como fin promover este medio de locomoción. Había que modernizar económicamente el país.
Antes, durante la regencia de Baldomero Espartero -a mediados de los años cuarenta-, se había abierto una comunicación por tierra entre San Fernando y Chiclana. Pascual Madoz describió nuestra villa en estos términos: “[…] goza de buena ventilación, hermoso cielo, clima muy templada […] es muy agradable la perspectiva que presentan sus hermosos edificios, todos de piedra de sillería”.
Chiclana isabelina
“La España isabelina, inmersa en una permanente crisis gubernamental, intentaba con el Gobierno del conservador O’Donnell enderezar el rumbo hacia un viaje de progreso que, irremediablemente, era imposible con los moderados”, escribe Aragón Panés, que advierte de la desafección de los jornaleros, cuyo nivel de vida era miserable. Las jornadas en Chiclana eran interminables, el salario era pírrico y el precio del pan subía… Por otro lado, las lluvias y las sequías dificultaron aún más la situación de subsistencia: cuando no se podía salir a trabajar, no había jornal. Entonces, la caridad o la cobertura “social” de la época (¡prácticamente inexistente!) constituían la única salida desesperada.
Había disturbios ocasionados por el descontento de las gentes del campo, si bien en la década de los cincuenta se experimentó una ligera mejora económica; el decenio siguiente se inauguró con un puente, el de Isabel II, popularmente conocido como Puente Grande (en contraste con el Puente Chico). La nuestra era una sociedad agraria (en relación con otras localidades de la bahía gaditana evidentemente más urbanas), y eso influía en la -escasa- modernización de la villa. La población, por otro lado, iba creciendo: desde los poco más de 7.000 habitantes en 1812 a los 9.004 de 1860; en 1897, al borde de la siguiente centuria, Chiclana rozaba los 11.000 habitantes.
Además, la construcción del Puente Grande coincidió -en 1863-, con la vuelta de los moderados, tras el período de O’Donnell y su Unión Liberal, que habían abandonado el poder en 1858. Fue un tramo histórico terminal para Narváez y los suyos: la inestabilidad y cierta deriva autoritaria por parte de los gobiernos de éste y González Bravo -en la que se vio arrastrada Isabel II, puesto que siempre les había apoyado-, unida al fin de la bonanza económica, desembocaron en La Gloriosa: la Revolución del 1868.
La Gloriosa
La crisis económica de 1866 había hecho mella en la población y había afectado, lógicamente, al desarrollo de la política nacional. A la muerte de Narváez, en la primavera de 1868, los parlamentarios decidieron intervenir. Liberales, progresistas (éstos últimos dirigidos por el general Prim) y demócratas firmaron el llamado Pacto de Ostende para derrocar a Isabel de Borbón. La sublevación del almirante Topete en Cádiz fue un éxito, y el regreso del general Prim, un hecho; la que tuvo que exiliarse en esta ocasión fue la reina Isabel II. Los progresistas, dado el triunfo del pronunciamiento militar en otras regiones del país, denominaron “Revolución Gloriosa” a esta operación. La Junta Revolucionaria había tomado la villa de Chiclana. Alrededor de 100 voluntarios armados con carabinas eran partidarios de Juan Galindo (éste, miembro del partido demócrata integrado por burgueses vinateros, había sido nombrado presidente).
Los pequeños empresarios del sector bodeguero y de la burguesía chiclanera en general participaron en aquella Junta, que llamaba a la participación de trabajadores y obreros del campo. Eso sí, mejorar las condiciones de vida de éstos no estaba tanto en el orden día como otros objetivos, a saber: adquirir derechos como el de libre asociación o asamblea, sufragio universal o libertad religiosa. Entretanto, García Gutiérrez dedicaba esta oda al efímero Amadeo I de Saboya: “Ante el nuevo monarca de Castilla/ no necesita la adhesión sencilla,/ para mostrar su afecto reverente,/ ni deshonrarse, ni humillar la frente,/ ni doblar la rodilla…”. El literato chiclanero había escrito, a mayor gloria de La Gloriosa -nunca mejor dicho-, el famoso poema “¡Abajo los Borbones!” (1868).
El Gobierno presidido por Serrano convocó elecciones a Cortes constituyentes y por sufragio universal (relativo, pues no estaban incluidas las mujeres). En 1869 se aprobó la Constitución, probablemente, más radicalmente liberal del siglo XIX: ésta incluía conceptos como el de soberanía nacional y la libertad de cultos religiosos. Amadeo I, coronado por mediación de su máximo valedor -Prim, asesinado el mismo día de su llegada a España-, pertenecía a un linaje con fama de liberal. Sin embargo la crisis nacional entre los distintos partidos y la falta de apoyos le empujaron a abdicar apenas dos años después de haber accedido a la Corona. Fue en 1873. Ese mismo año -el 11 de febrero- las Cortes proclamaron la República.