El Castillo fue noticia en Chiclana de la Frontera en 2006. Una ciudad fenicia asomó a la vista de los chiclaneros contemporáneos, en un lugar estratégico (junto al río y sobre la colina): cerca del colegio público del mismo nombre -entre las calles Castillo, Ánimas y Santísima Trinidad- a la espalda de la Iglesia Mayor. Se trataba de un lugar que, hasta ese momento, no había sido “fichado” por los especialistas en la documentación disponible. Paloma Bueno Serrano, arqueóloga del yacimiento, lo comentaba en sus declaraciones al Diario de Cádiz en 2015. El motivo era la intención, por parte del Ayuntamiento, de reanudar las investigaciones en el enclave. Se sabe ya que la excavación ha puesto en el mapa fenicio la entrada de una ciudad que adquirió matices orientales, existente allá por el siglo VIII a. C.; en este sentido, la nomenclatura de las calles se mantiene desde entonces (es el caso de la calle de la Plata o la Travesía de la Plata). El Castillo ha sido foco de atención arqueológica por partida doble: hay restos que prueban la existencia de poblados desde los estertores de la Edad del Bronce, allá por el año 1.000 a. C.
Juan Carlos Rodríguez se refería, en el mismo periódico, a la colonización fenicia en Chiclana. Gadir era Cádiz, pero también lo fueron el Castillo de Doña Blanca (en El Puerto de Santa María), Sancti Petri… Y Chiclana. “Los griegos denominaron a Cádiz siempre en plural: Gadeira”, puntualiza Rodríguez en su artículo; al igual que los romanos (cita entre ellos a Posidonio, Estrabón, Diodoro de Sicilia o Heródoto). El asentamiento donde estuvo el templo consagrado al dios Melkart -en Sancti Petri-, así como el citado yacimiento de El Castillo, fueron parte de Gadir. El yacimiento de El Castillo respondía, pues, a la línea fronteriza de la ciudad fenicia (Gadir, de hecho, significa “muro, lugar cerrado, ciudadela fortificada o castillo”, afirma Bueno). Adelantada de la Bahía de Cádiz, la Chiclana fenicia era lo primero que los -eventuales- invasores se encontraban en la costa.
La ciudad fenicia chiclanera se hallaba sobre un promontorio, junto al río Iro y cerca del islote de Sancti Petri. Su antigüedad -siglo VIII a. C.- convierte hoy por hoy nuestra villa en “la ciudad más antigua de la provincia de Cádiz, en pugna con Doña Blanca, en El Puerto de Santa María, o Gadir, en la capital gaditana”, escribió Pedro Espinosa para El País; en 2010 había ya 15.000 piezas inventariadas. Monedas, cerámicas, vajillas, pero también paredes, alzados, muros, casas y piezas que, conforme avanzan los siglos, se mantienen en mejor estado de conservación, lógicamente. Y son capaces de contar mucho acerca de lo que fue la vida en Chiclana hace siglos.
Excavaciones
Juan Antonio Cerpa Niño es uno de los investigadores que ha participado en las excavaciones del Cerro del Castillo: 4.000 metros cuadrados, aproximadamente, que mostraron un pasaje importante de nuestra historia fenicia. Lo cuenta en este post de Historia y Arqueología: “los restos adscribibles a esa época aparecieron en la parte más alta del solar, a medio metro de profundidad de la cota de la calle”. Eso sí, debajo de aquellos restos también se detectaron hallazgos de la Prehistoria Reciente (el Bronce Final), vestigios de una ocupación anterior. Cuando se refiere a la “orientalidad” de nuestra ciudad fenicia, la compara con ciudades antiquísimas como Beersheva, Jericó -en Oriente Próximo-, o Cádiz, La Fonteta (en Alicante) y Tejada la Vieja (Huelva), dentro de nuestra Península. “El hecho de que justo en la desembocadura del río [Iro] se sitúe el templo de Melkart es una razón más para imaginar que los fenicios siguieron su curso hasta llegar al Cerro del Castillo e incluso más allá”, añade. Existe un modelo topográfico cananeo en el que colonia y santuario están muy cerca la una del otro. Hay un ejemplo en Sevilla -con El Carambolo-, y aquí en Chiclana, con el binomio Cerro del Castillo-templo de Melkart. Los investigadores se plantean una posible relación entre la población asentada en el cerro (a la derecha del navegante), y el santuario enclavado en el islote de Sancti Petri (a la izquierda), señala Aurelio Padilla Monge en “Los inicios de la presencia fenicia en Cádiz” (2014).
La Universidad de Sevilla editó (a través de su Revista de Prehistoria y Arqueología) un artículo firmado por Paloma Bueno Serrano y Juan A. Cerpa Niño. “Un nuevo enclave fenicio descubierto en la Bahía de Cádiz: El Cerro del Castillo, Chiclana” (2008) recogía las investigaciones arqueológicas realizadas años antes en nuestra villa. A partir de este descubrimiento ya podía decirse que tres eran los enclaves fenicios en la Bahía de Cádiz: ese radio terrenal al que los griegos denominaron Gadeira (la capital gaditana, Doña Blanca y Chiclana).
La riqueza de la campiña, la abundancia de cerros y la proximidad del litoral atlántico atrajeron, según los arqueólogos, a comunidades primitivas como la fenicia. Ya desde el 775 a. C. “se produce la convivencia entre la población autóctona” y la fenicia, en lo que se conoce como época tartésico colonial u orientalizante, en la Edad del Hierro. Es entonces cuando las comunidades fenicias crean sus enclaves comerciales (causando la asimilación cultural y técnica por parte de los locales).
Y es que la magnífica ubicación del Cerro del Castillo chiclanero fue idónea, desde antiguo, para ser poblada: por su altura (la defensa estaba ciertamente garantizada), y por su excelente comunicación (debido a la proximidad de un río navegable). Las relaciones comerciales con Oriente, a través del mar, hicieron que este enclave fuese aún más atractivo. No era de extrañar, pues, que un pueblo de comerciantes como el fenicio decidiese quedarse. A posteriori, de hecho, el mismo lugar fue progresivamente ocupado por diversas culturas: desde civilizaciones como la romana a la de los almohades en el siglo XIII… Y así hasta llegar al siglo XIV, época en la que Fernando IV decidió encargar a Alonso Pérez de Guzmán la repoblación de lo que hoy conocemos como nuestro pueblo.
Templo de Melkart
“El asentamiento definitivo de fenicios en un contexto autóctono del Bronce Final se vio sin duda legitimado con la fundación del templo de Melkart, en el entorno de Sancti Petri”, dicen los arqueólogos. A su vez, relacionan la fortificación del Cerro del Castillo con el llamado Herakleion o Melkart (es decir, el santuario dedicado al dios Melkart; a Hércules, después). La magnitud e importancia del templo hicieron necesaria la existencia de un lugar próximo, en tierra firme y al amparo de los temporales del islote: sacerdotes, astrónomos, comerciantes, navegantes, artesanos, campesinos, siervos… La comunidad fenicia habría de residir aquí, pero a un tiro de piedra del templo. Melkart es citado por historiadores antiguos como Herodoto (siglo V a. C.) y geógrafos como Estrabón, en el siglo I a. C. (que data la fundación de Gadir en el año 1.100 a. C.).
“El primer gran templo construido en la Península fue obra de los fenicios, procedentes en su mayor parte de Tiro”, afirma Richard J. Harrison en “España en los albores de la historia: íberos, fenicios, griegos” (1989). Harrison, profesor de la Universidad de Bristol y estudioso de la la cultura y la sociedad ibéricas entre los años 1.000 y 200 a. C., señala la importancia de Melkart, dada la ausencia de arquitectura previa; en la Edad del Bronce, los escenarios seguían siendo simples y la ritualidad anicónica (es decir, carente de imágenes). Conocido como Herakleion por los griegos, el santuario de las afueras de Gadir -Melkart o Melqart- fue importantísimo en todo el mundo antiguo (desde el siglo V a. C.). Dado que no queda rastro en el Islote de Sancti Petri, son los testimonios grecorromanos la principal fuente de conocimiento del santuario.
Se ha hablado mucho, por otro lado, de la semejanza entre el templo fenicio y el templo de Jerusalén, uno de los edificios más famosos y mitificados de la Antigüedad. El santuario salomónico -ampliamente descrito en la Biblia, concretamente en el Libro de Reyes-, fue, al parecer, diseñado y equipado por artesanos fenicios enviados por el cuñado del rey judío: Hiram, a la sazón monarca de Tiro. Esta ciudad iba a ser, previamente, el germen del culto a Melkart (que significaba “rey de la ciudad” en lengua fenicia). Baal -venerado por otras culturas antiguas, como la caldea o la babilonia- era una divinidad siria con aspecto de guerrero y navegante; Melkart, al que se representaba como una deidad que producía vida en primavera, “adquirió atributos como protector de marinos y comerciantes, y hacia el 600 a. C., los griegos lo identificaron con su héroe, Heracles (Hércules)”, escribe Harrison.
Mitos y leyendas van pasando de una civilización a otra, entrelazadas. El culto a Melkart alcanzó la era romana, desde la época de César Augusto. Aquella isla alargada y estrecha -nuestro Sancti Petri actual- conectaba la urbe con el santuario, “completamente fenicio” según las crónicas clásicas. Las descripciones hablan de grandes vigas de madera en el techo, un gran patio, columnas orientalizantes, altares, monumentos conmemorativos… Sus puertas decoradas están sujetas a discusión: según Silio Itálico, representaban 10 de las 12 escenas del ciclo de los trabajos de Hércules. Faltan, apunta Harrison, “trabajos de Heracles tradicionalmente establecidos (antes del 600 a. C.) por los griegos en el Mediterráneo occidental”; el autor sospecha que el tema principal era Melkart.
Los fenicios y el vino
Fenicios y autóctonos desarrollaron el cultivo de la vid. La crianza de la uva, la elaboración y la comercialización del vino, fueron la principal fuente de riqueza de nuestro territorio. El producto de la vid es central en la cultura fenicia -y por tanto en todas aquellas colonias que fueron creando por el Mediterráneo-, tanto por su valor nutricional como por la carga simbólica del líquido, tan relacionado con cultos y rituales. “Su color y textura asemeja a la sangre pero, a diferencia de ésta, que es producto de un sacrificio, de la muerte, el vino es obra de la naturaleza, surge de la vida. Su cualidad vivificadora le convierte en ofrenda excepcional, junto al agua, para los rituales funerarios y como artículo de lujo, en los ritos de ofrenda tradicional a los dioses”, dijo Ana María Jiménez Flores en “In vino humanitas»: El vino y su función socio-ideológica en el mundo orientalizante”, una de las conferencias del III Simposio Internacional de Arqueología de Mérida (2005).
Llegados los fenicios desde el Asia Menor a las costas ibéricas, la introducción del vino fue un hecho. Gracias a las cerámicas encontradas -fechadas en torno a los siglos VIII y VII a. C., como ocurre con las de El Castillo- hemos podido saberlo. Cuencos, jarras y copas, recipientes anfóricos en suma, ponen de manifiesto la intensa producción de vino en estas fechas; destinada a satisfacer las demandas de Oriente, sí, y también las necesidades lugareñas. El vino era un producto exótico, así como un factor de distinción, de ahí que adquiriese “un valor esencial en el proceso de transformación de las elites tribales indígenas en aristocracias orientalizantes”, según Jiménez Flores (Universidad de Sevilla).
La agricultura y la pesca, así como las actividades derivadas de éstas, crearon el contexto donde un intenso y próspero comercio contribuyó a la expansión económica de Gades, y de la Chiclana fenicia en particular. La salazón y el proceso de escabechado de las capturas pesqueras fue otra de las actividades típicas; industrias relacionadas con la sal -base de la conservación del pescado- y con la alfarería (para almacenar productos). La producción y exportación de derivados del pescado (salazones y salsas saladas) aumentó a lo largo del siglo VII a. C. en la bahía gaditana.
Otra de las actividades económicas desarrolladas por los fenicios, fue la de la tintorería. Producto químico -hoy en día-, la púrpura fenicia tenía un origen marino. Era en las aguas bajas del Mediterráneo y el Atlántico donde aquéllos la obtenían, procedente de la segregación de las glándulas de un pequeño molusco.
Chiclana, ciudad fenicia
Incluida en la Liga de Ciudades Cananeas, Fenicias y Púnicas desde 2014 -Liga promovida por la Fundación Tiro y que cuenta con el amparo de la Unesco-, Chiclana está enlazada con otras ciudades milenarias que comparten este pasado común: desde las libanesas Beirut y Biblos, pasando por las tunecinas Túnez y Cartago, Larnaca (Chipre), Oristán, Cabra y Marsala (Italia), Trípoli (Libia), Tetuán (Marruecos) y Cádiz, promotora de la iniciativa en 2009. Hallazgos como el de El Castillo certifican la antigüedad de la ciudad. O más bien la datación de la fecha en la que los asentamientos humanos en Chiclana se producen sin interrupción: a partir del año 1.200 a. C.