“Es grande y levantado el propósito que al Sr. Bertemati ha guiado en su proyecto. La rica comarca andaluza, tan bendecida por el cielo como mal tratada por los hombres, carece mucho de población rural, y por tanto, el perfeccionamiento de los sistemas agrícolas, es de marcha lenta y fatigada en ella […]. Salvando todos los escollos el Sr. Bertemati en empresa tan ardua como la que acomete con noble y generoso ánimo, y dando pruebas de singular patriotismo, funda una colonia, que debe considerarse como un paso más en la senda de la prosperidad nacional”

(El Guadalete, 29 de mayo de 1884)

El liberalismo -en el siglo XIX español- se abrió paso difícilmente. Cuando se trataba de un contexto agrario como el de la sociedad de Chiclana de la Frontera, parecía de difícil implantación. A no ser que nos encontráramos ante el proyecto de un visionario, uno de aquellos nuevos nobles de origen netamente burgués que, lejos del rancio abolengo de las casas y linajes de los Grandes de España, tenía tras de sí una historia familiar mucho más dinámica, en consonancia con (aquellos) tiempos modernos. Porque en 1884 los tiempos eran así. Manuel José Bertemati Pareja (1852-1935) lo entendió muy bien, de ahí que emprendiese una empresa como la Colonia Vitícola de Campano aquel año. José Luis Aragón Panés, autor de “El marqués de Bertemati y Campano, el sueño de un liberal” (donde cita el recorte del periódico El Guadalete, a propósito de la inauguración de la colonia), destaca el empeño del promotor de la colonia en introducir mejoras técnicas en un sector que corría el riesgo de quedarse obsoleto: la innovación industrial y el bien común prevalecieron sobre el lucro y el interés crematístico. Una de las grandes herencias que la colonia dejó, en este caso, fue la creación de una Escuela Práctica de Agricultura.

Pero empecemos por el principio. Cádiz, y Chiclana en particular, no pasaba por un mal momento en los años ochenta decimonónicos. Los convulsos años anteriores habían dado paso a la Restauración borbónica, que trajo consigo cierta estabilidad (inédita en nuestro país a lo largo del siglo); la nuestra fue una ciudad que participó de la consolidación de la nueva oligarquía en este período. Chiclana había sido tierra de vino desde antiguo, si bien durante estos años la industria vitivinicultora experimentó un desarrollo importante: 3.400 hectáreas de viñedos hablaban por sí solas. En el caso de la colonia del Marqués, hablamos de más de medio millar de habitantes que vivían y cultivaban en más de 40 parcelas (que contaban con sus casas correspondientes).

La dehesa de Campano -próxima a la playa de La Barrosa– fue el terreno que Bertemati compró en 1883 para comenzar su aventura empresarial. José Marchena Domínguez (Universidad de Cádiz), habla en “Burgueses y vinateros en el Bajo Guadalquivir. Chiclana de la Frontera, el Marqués de Bertemati y la colonia agrícola de Campano (1883-1939)” (2008), de más de 3.000 aranzadas para un proyecto de colonización agrícola que fue único en su género: tanto por las aplicaciones técnicas que se utilizaron, como por su relativa prolongación en el tiempo (prácticamente cuatro décadas). Fue un experimento muy innovador en su época: en cuanto a maquinaria utilizada, técnicas agrícolas y cultivos de distintas especies que se desarrollaron.

Una sociedad agraria

Especialmente en un contexto, el andaluz, lastrado por el atraso, la Colonia Vitícola de Campano fue de alguna manera el precedente de iniciativas como la que promovió el padre Salado al crear el Sindicato de Obreros Viticultores de Chiclana, por ejemplo, en 1914. Chiclana, por otro lado, vivió las profundas transformaciones de entresiglos, si bien en su caso continuó siendo “cuna de vinos y toreros”, al tiempo que “seguía cobijando en el descanso estival a las clases adineradas de la capital gaditana”, apunta Marchena Domínguez. El autor se refiere a la revolución política que permitió -si no un avance económico similar a nuestro entorno europeo- sí por lo menos una adaptación de los sectores sociales al Nuevo Régimen. La vinculación al agros de Chiclana durante el Antiguo Régimen siguió su curso en el tránsito del siglo XIX al siglo XX, y tenía su base -según fuentes como las descripciones del conde de Maule o Pascual Madoz- en la producción frutal, de la huerta y la uva.

A pesar de la ranciedad aristocrática terrateniente -de la que Andalucía constituye un gran ejemplo-, nuestra burguesía emergió para posicionarse social, económica y políticamente. Hablamos de una burguesía heredera del burgués del siglo XVIII (del comercio mercantilista con América, sobre todo) que no dudó en invertir capitales “en negocios inmobiliarios, de corte más o menos capitalista e industrial, vinculados en gran medida a productos básicos como eran la vid y el olivo”, dice Marchena Domínguez. Sin dejar de imitar, como no, la vida noble de la antigua nobleza agraria.

Madoz se refería a las tierras chiclaneras como “generalmente arcillosas, mezcla de arena y betas de barro en los pinares […] arenosas […] tierra negra y fuerte en algunas huertas, que necesitan mucha agua. Existen dos buenas dehesas de pastos y poca tierra de buena calidad, para trigo y semilla pero poco fructífera por falta de abonos y descanso”. Ya en la década de los ochenta, el número de familias de cosecheros y propietarios de viñas en la villa se contaban por decenas. Su papel en la evolución socio-económica de Chiclana iba a ser muy relevante. Fue el caso de los Bertemati.

Los Bertemati

Bertemati había heredado el marquesado por la vía paterna. Los Bertemati procedían de Génova (Italia), si bien tenían parientes gallegos de Bayona, gaditanos y jerezanos (de hecho el fundador de Campano, segundo marqués de Bertemati, había nacido allí en Jerez). Burgueses y gentes de negocios, a partir de los sesenta -espoleados por la crisis económica- se dedicaron a invertir en tierras y bodegas del Marco de Jerez. Siempre estuvieron bien posicionados, de ahí su intensa (y fructífera) relación con la diplomacia y la política. La “sanción” nobiliaria llegó de la mano de Alfonso XIII, que concedió a la familia el marquesado de Bertemati, en 1888. Como escribe Marchena Domínguez, tratándose de la familia que se trataba, los Bertemati asumieron las responsabilidades públicas y políticas propias de la clase dirigente.

En cuanto a filiaciones ideológicas, tanto los Bertemati como los Misa -apellidos con historial cruzado y común por la vía nupcial- cubrían prácticamente todo el espectro: desde la facción monárquica a la demócrata, republicana, progresista o liberal. Por otro lado, algo bastante común en la burguesía gaditana. Se trataba de una clase media en ascenso, dinámica y protagonista en gran medida de los cambios sociales del momento.

Pero la religión también fue clave en un clan lastrado por la endogamia: sus miembros siempre se caracterizaron por su proximidad a las órdenes religiosas. No resulta extraño que el propio marquesado tuviera sus días contados, una vez desaparecido el segundo titular (el fundador de Campano). Al fallecer sin hijos, el marquesado recayó en el hermano de Manuel José Bertemati, monseñor Enrique Bertemati, presbítero y obispo. Aquello fue el fin de una saga.

Sin embargo, en el último tramo del siglo XIX, Manuel José, el fundador de la colonia de Campano, atesoraba un patrimonio en inmuebles, bodegas y tierras que hacía que su apellido estuviese plenamente consolidado: haciendas de tierra y viñas, inmuebles en Jerez, casas… Su posición era inmejorable (más aún si se unía a los negocios vinateros y exportadores de los Misa, con los que se había emparentado gracias al matrimonio con Francisca Misa).

La colonia

Hubo experiencias coetáneas a Campano en la campiña jerezana -citadas por Marchena Domínguez en su estudio- tales como San José del Valle, La Florida, La Esperanza o la más tardía del llano de la Caulina (en 1914-1916). Si bien el proyecto colonizador del Campano tuvo un carácter excepcional. Eso sí, todas estas iniciativas llegaron amparadas por la ley de 1868, que contemplaba la concesión de beneficios de las colonias. La producción del Campano alcanzó y superó los 4.000 hectolitros de vino, y dio trabajo a centenares de familias.

Aunque hubo de todo en su larga trayectoria: éxitos como la medalla de oro de la XIII Exposición Universal Vitivinícola de Burdeos (obtenida en 1895 por el tinto Rouge Royal, producido en la colonia del marqués y basado en la uva gateta, recientemente recuperada), y fracasos en forma de expectativas no cumplidas, inversiones erráticas, incluso amenazas de expropiación en tiempos de la República (dada la enorme crisis agropecuaria que afectaba al empobrecido campesinado). O episodios como el de la plaga de filoxera de finales de siglo, que “convirtieron a la colonia en un quebradero de cabeza para el marqués, llegando a barajar la posibilidad de su venta”, escribe el investigador de la Universidad de Cádiz.

La colonia era una suerte de pequeña ciudad en la que los trabajadores del campo disponían de tierra para cultivar -los arrendamientos de entre dos y tres años- al tiempo que accedían a casa, médico, escuela e iglesia. Fue un martes de mayo de 1884, “cuando el arado Oliver clavó su incisiva reja -con la fuerza del vapor- sobre la piel áspera y seca de la tierra para abrir el primer surco. Entonces y solo entonces, el sol, el dulce sol de mayo, penetró hasta el fondo dejando ver la riqueza acumulada durante siglos”, publicó El Guadalete, cabecera jerezana, política y literaria.