El poblado de Sancti Petri. La Batalla de Chiclana en la playa de La Barrosa, en plena Guerra de la Independencia. La Ermita de Santa Ana, desde la que se divisa la Bahía de Cádiz. Juan Álvarez y Méndez, Mendizábal (1790-1853), político liberal y protagonista de una de las etapas históricas más importantes de nuestro país. Rancapino -bautizado como Alonso Núñez Núñez-, coetáneo de Camarón y fiel al flamenco más esencial. San Juan Bautista, templo neoclásico en honor del hijo de Isabel y Zacarías, el que clamó en el desierto y fue preparando el camino de Cristo. El pescado de estero. Frasquita Larrea, traductora, escritora, madre de escritora -Fernán Caballero- y pionera del Romanticismo en España. El puerto pesquero de Sancti Petri… Son personajes, personalidades, lugares, acontecimientos, costumbres y monumentos que tienen mucho que ver con Chiclana de la Frontera. O que tienen relación -directa y especial- con la historia de Chiclana, en la provincia de Cádiz.
Fue en Cádiz, precisamente, donde nació Frasquita Larrea, una mujer culta y avanzada en sus tiempos (vivió entre 1775 y 1838) que realizó desde el sur su aportación al movimiento romántico en escritos y epistolarios, siendo una de las primeras mujeres que tomó parte en la vida intelectual y política de su tiempo. Larrea pasó la mayor parte de su existencia en tierras chiclaneras (tanto es así que hay un premio literario en su honor). Ciudad transitada por diversas culturas y civilizaciones, Chiclana ha sido hogar de fenicios, griegos, cartagineses, romanos… Dicen que el mismísimo Hércules -llamado Melkart en la cultura fenicia- realizó dos de sus “trabajos” aquí; de ahí que en el Islote de Sancti Petri, uno de los pasajes más especiales de estas tierras, se levantara el templo dedicado a esta deidad (uno de los más famosos de toda la Antigüedad).
La historia de Chiclana de la Frontera arranca en el Paleolítico Inferior y la Edad de Bronce, nada menos. Las primeras ocupaciones dieron paso al Neolítico, con aldeas que se encontraban en lugares que actualmente se llevan por nombre Las Mesas o La Esparragosa. Ocupaciones que -en algunos casos-, transcurrieron sin interrupción hasta la Edad del Bronce, y donde además se introdujeron novedades en las formas de producción agraria. La Edad del Cobre registró dimensiones mayores, con asentamientos en zonas conocidas hoy como El Castillo y Las Lagunetas. Uno de los yacimientos arqueológicos chiclaneros importantes se halla en el río Iro: el que parte la ciudad en dos mitades.
Frontera medieval
La ciudad dividida era, a su vez, el pasaje fronterizo entre el mundo cristiano y el musulmán. De ahí su “apellido” de la Frontera (aunque en el siglo XVIII se la llegó a llamar Chiclana de la Grana, debido a que gran parte su vida comercial la sustentaba en ese fruto silvestre). Fue, no obstante, ente dependiente de La Puente de Cádiz hasta 1303. Ese año, Fernando IV (El Emplazado) -rey de Castilla-, decide donar la futura ciudad de Chiclana a don Alfonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina Sidonia. Antes, había sido señorío de Chiclana. Después, se decidió fortificar el poblado, por su situación estratégica y militar. Fueron los tiempos del Castillo de Lirio, corazón del núcleo poblacional impulsado por Pérez de Guzmán; un castillo que finalmente desapareció (en su lugar, actualmente, hay una calle con el nombre de esta primitiva fortificación).
La repoblación del territorio terminó hacia finales del siglo XV -en la Baja Edad Media-, cuando concluyó la denominada Reconquista. El descubrimiento del Nuevo Mundo fue decisivo en el devenir de la ciudad, que retomó la actividad comercial con el impulso de las relaciones al otro lado del Atlántico. La bahía gaditana se vio muy influida por estos acontecimientos históricos, y Chiclana no fue menos, en este sentido.
La era napoleónica
Pese a las epidemias y a la merma de población, la ciudad sobrevivió y llegó al Siglo de las Luces… Convirtiéndose en el paraíso encontrado de la naciente burguesía gaditana, a la que le gustaba pasar su tiempo de ocio aquí. En este sentido, las aguas ferruginosas del manantial de Fuente Amarga fueron un importantísimo hallazgo para la ciudad. Es la época de construcciones civiles importantes, como el palacete de los Condes del Pinar o el palacete de las Cinco Torres. Sin embargo, la ocupación francesa -materializada con la llegada de las tropas a Chiclana en 1810- supuso un gran frenazo en la evolución y el progreso de la ciudad.
La alianza anglo-hispano-portuguesa trataba de hacer frente a las ansias imperialistas de Napoleón Bonaparte. Sancti Petri era territorio pantanoso, y desafiaba a la tropa francesa, que utilizó Chiclana como campamento base. El desafío cultural vino también -como no podía ser de otra forma, en estos mares del sur- en forma de coplillas tan famosas como aquella que decía “con las bombas que tiran,/ los fanfarrones,/ se hacen las gaditanas,/ tirabuzones”. No poca guasa escondía aquella letra.
Ciudad de vacaciones
Superada la invasión, la ciudad emergió. A la concesión del título de ciudad -por parte del rey Alfonso XII, en 1876- le siguió la reanudación de esa “industria del ocio” que tenía en los balnearios su punto fuerte. Era necesario superar la dependencia del campo, que tenía en el cultivo de la vid y las explotaciones de las salinas su eje fundamental. De esta manera, la llegada de viajeros y visitantes fue, de alguna manera, el precedente turístico de una tierra que parecía predestinada a ser anfitriona.
Una gran anfitriona, además. De hecho, dentro de la ruta cultural -espoleada por las teorías contemporáneas del llamado estilo del relax– que el Instituto Andaluz del Patrimonio denomina “Arquitectura de vacaciones en Cádiz y Málaga”, se incluye a Chiclana de la Frontera. Se trata de un interesante camino que recorre la Nacional 340 y bordea la costa andaluza. El turismo en Chiclana es, pues, parada obligatoria. Por su riqueza natural, sí. Y por su historia.
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